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Capítulo I: Varthos

Mis labios estaban secos, y tenía el sabor a hierro en el paladar, las aves carroñeras se pavoneaban sobre los cadáveres aún frescos de mis camaradas, y sentía que mi respiración era cada vez más pesada, como si estuviese un fornido artesano presionando mi pecho hacia dentro con cada esfuerzo de inhalar algo de aire, los párpados me pesaban, y entre sueños vívidos, comencé a recordar aquella cruenta batalla.

Las huestes de aquellos gigantes nos superaban, y sin embargo no dudamos en mantener nuestra posición, qué más podíamos hacer, la gloria se mancillaría con vergüenza en cada paso hacia atrás que diéramos. Las asquerosas aves sobre volaban por encima de nosotros, como si ya supieran en quiénes descenderían su vuelo para darse un festín de entrañas. Los hombres se miraban nerviosos, y yo firme en ese pequeño montículo que me dejaba ver por encima de ellos.

Desperté y el olor a podredumbre no me permitía respirar, esos malditos pájaros profesaban en mí, mórbidas pesadillas al verlos saciando su apetito con los cuerpos de mis hombres, era horrible pensar que ya sólo para eso era útil su materia carnal. Una de esas asquerosas sabandijas, cubierta de sangre y con el apetito aún abierto, se acercó a mí, tímida y con la intención de inspeccionarme, saber si podría alimentarse sin encontrar resistencia alguna… y los ojos me pesaban demasiado.

Comenzaron a enloquecer esas bestias que se hacían llamar hombres, con tenebrosos chillidos que sabían encoger el corazón de un guerrero en un instante. Los escudos titubeaban y las filas se rompían, cualquier valor que pudiera infundir el lema de estar ahí para dar la vida por nuestras familias parecía desfallecer con cada grito de aquellos bárbaros, la moral nos traicionaba, y no teníamos nada más.

El ave comenzó a morder mi brazo, y no tenía la fuerza siquiera para empuñar mi espada, la negra sangre comenzó a manar de la herida y esa sabandija parecía estar satisfecha con ello, dolía, pero mi cuerpo estaba tan machacado, que ya no sabía distinguir entre dolores.

Mientras veía retroceder a mis hombres, comencé a sentir miedo por primera vez en mi vida, y no por mí, pues por ella a los mismos demonios encararía con nada más que mis nudillos como arma. Enloquecí, y cegado por el pavor de que esos malditos monstruos llegaran a acercársele, brinqué de ese pedazo de tierra en el que me apoyaba, impulsado por la adrenalina llegué al frente de la línea, y con cólera en el corazón arremetí con mi espada en alto, no pasaron segundos cuando escuché las ovaciones enloquecidas de mis hombres y otros segundos después tenía un infante corriendo a mi lado, luego eran dos y después diez, en una carrera por libertad y amor encontré el millar de soldados con espadas, hachas y lanzas tronando en sus propios escudos, sonando al unísono mientras cargábamos con orgullo en el pecho.

El tumulto de acero y sangre se encontró al chocar las rodelas contra la carne de esas bestias, y el verdoso páramo no tardo sino segundos en dibujarse de color carmesí, los monstruos aullaban con ira, guerreros del norte eso éramos nosotros, nacidos para entregarnos a la batalla en espera de favorecer a nuestros dioses, pero aquellos hombres gigantes, peleaban como brutos, y por cada uno que mi espada atravesaba, dos más salían a encarar mi acero de frente, el terror comenzó a ser de nuevo parte de mis guerreros, los más fieros que he conocido en mi vida, vueltos niños en cuestión de un instante, y mi escudo se hizo trisas tras tantos golpes, y mi brazo crujió como una hoja marchita al ser pisada, y con mazas, no filos, golpeaban toda mi cota de malla, la cual no tardó en hacerse añicos también, caí al suelo mientras veía a mis hombres correr aterrorizados cuando vieron a su único héroe desplomarse en la tierra, las rocas y las flechas castigaban su carrera en busca de algo en qué refugiarse.

Todo estaba perdido, la niebla comenzaba a segar mis ojos, y la tenebrosa muerte estaba a la puerta de mi interior, cuando estaba por desmayarme el más grande de aquellos brutos se acercó y me levantó del cuello… a mí, el más corpulento del millar de hombres que conformaba mi fuerza, como si fuera un trapo que pudiera coger con dos dedos, me miró con torva faz por largo tiempo, y con terrible, grave y gultural voz dijo:


–A éste déjenlo tirado y molido aquí, que se torture viendo a los hombres que su divina profecía no logró salvar, vaya elegido que sus estúpidos oráculos eligieron.–


–Lo lamento Adrelith, tu esposo no sobrevivió al viaje de vuelta y no llevaba conmigo a nadie que tuviera pericia en cuanto a cosas medicinales, y aún cuando un hombre común hubiera muerto después de minutos de tal castigo… Varthos sobrevivió horas, hasta que lo encontré. Jamás podré pedirte que me perdones, pues fue mi falta de celeridad al llegar al campo de batalla con los refuerzos la que lo condenó a él y a cientos de bravos soldados, podríamos haber resistido toda esta calamidad con su ayuda, pero sin él… no hay esperanza. Con sus últimos soplos de vida me contó esto, y me hizo prometer que te protegería a ti y al pequeño Argodeth–


Argodeth creció con esta historia tatuada en el corazón y de los infernales guerreros, con piel de ceniza e ígneos ojos, nada se volvió a saber por los valles y las tierras nórdicas.

En sueños, el pequeño recordaba a su padre, el velo nocturno que segaba los sentidos de los mortales, castigaba con severa crueldad al niño.


–Argodeth, pequeño lobo, ¿qué has estado haciendo? Tu madre está preocupada, ¿acaso creíste que te librarías de los menesteres artesanales?–


–No es eso padre, he estado en el bosque practicando con el arco que me regalaste, quiero ser un cazador.–


Varthos observó con picardía al pequeño Argodeth, bruscamente lo levantó de una pierna y comenzó a cosquillear al niño, el cual no tardó en ahogarse en carcajadas.


–¿Es que acaso no quieres ser un guerrero como tu padre? –dijo Varthos mientras reía y jugaba bruscamente con el muchacho- ¿No quieres luchar por tu gente como un fuerte y orgulloso lobo ártico?–


Argodeth alegre y lleno de felicidad, gritaba a su padre que parara, mordió su mano y salió corriendo en círculos mientras Varthos fingía ser alguna bestia de las montañas, alcanzándolo de cuando en cuando para abrazarle, hacerle reír y sostenerlo alto, muy alto y poder ver como el sol hacia brillar las largas mechas negras que se dejaban caer sobre los hombros del pequeño, observar orgulloso los ojos de su mujer, blasonados en el rostro del niño, negros como la noche, destellantes como la luna. Cansados de correr y jugar todo el día, se dejaron caer en la verde hierba y observar como el cielo se dibujaba en áureos colores, cambiando a vestirse de noche, contando las estrellas más fuertes, pues titilaban centelleantes incluso en contra del hermoso sol.


–A veces creo que los animales me hablan padre.–


–¿Y entonces por qué quieres ser un cazador?–


–¿Haz visto a Yhardran? El cazador de la aldea, es implacable, es veloz, es fuerte, una vez lo seguí al bosque, cual relámpago en la tormenta le perdí de vista padre, intenté buscarle, pero cuando me di la vuelta, iba de regreso a la aldea, con un ciervo y dos conejos bien amarrados a su espalda.–


Varthos sintió vergüenza por primera vez en su vida, estaba ahí acostado en la húmeda hierba, bañada por la brisa nocturna, escuchando a su hijo admirar a otro hombre, el hijo al cual amaba con la fuerza de mil universos, la misma fuerza con la que amaba a su mujer. Contuvo las lágrimas, un guerrero no debe llorar, menos el jefe de la tribu.


–Le vi salir padre, y la cólera llenó mi corazón.–


Varthos asombrado y confundido, se quedó callado por un momento, observando las estrellas, como si quisiera nombrar todas y cada una de ellas, el niño sentía cólera por ver a otro ejemplo que no fuese su héroe, su padre, y titubeante preguntó.


–¿Cólera? ¿Por qué?–


–Nosotros no comemos carne padre, siempre me han enseñado eso tú y madre, cuando era un cachorro no entendía por qué los demás niños podían comer carne y yo no, aún soy un cachorro, pero uno fuerte y más grande que antes, no es la primera vez que seguía a Yhardran, quería preguntarle si podría darme un poco de ciervo, pero nunca lograba alcanzarle, era demasiado rápido, y justo antes de que él saliera del bosque, yo sentía una inmensa tristeza, una tristeza de muerte padre… como si alguien cercano a mi hubiese sido llevado al sueño sin regreso, creo que siento morir a los animales padre, y sólo siendo un cazador, puedo defenderles de la celeridad de otros cazadores.–


Varthos estaba atónito, jamás en su vida había visto tanta pureza en un ser, que no fuera su mujer. Había cierto poder en el niño, que Varthos no lograba descifrar, y cuando estaba por abrazarle y nunca soltarle…


–Padre, quiero ser un guerrero fuerte como tú, el más hábil, el más fiero, el más orgulloso, así como tener la velocidad del cazador, y defenderte, a madre y a los animales.–


Y cuando Argodeth estaba por abrazar a su padre, éste comenzó a desintegrarse, su piel y su carne resbalaba por sus huesos, gritaba con una fuerza que desgarraba la serenidad del valle, los ojos salían de sus órbitas y sus huesos se quebraban, su carne se podría mientras abrazaba al aterrorizado Argodeth, impidiéndole correr de la funesta pesadilla.


–¡Argodeth, mi pequeño, despierta!–


El muchacho se despertó sudando, llorando y gimiendo, las pesadillas de su padre lo asechaban cada vez que sus párpados pesaban, y el sueño invadía su serenidad.


–Hijo mío, mi pequeño, mi cachorro, ¿haz vuelto a tener esas pesadillas?–

Estaba atónito y no podía responder a nada, temblaba y su piel estaba helada, su blanca piel estaba ahora nívea y los ojos sospechosos miraban de aquí para allá, como cuidándose de alguien, o de algo…


–Mi cachorro, respóndeme por favor, ¿qué sucede hijo mío?–


–Era padre… le he visto de nuevo madre, no son sueños, ellos son borrosos, e indomables, como la lluvia de la tormenta, cuando sueño a padre, es como el lago en primavera, dócil, tranquilo, más claro que el cristal.–


–Mi muchacho… sé que es duro, pero él está ahora con los ancestros, y un día nos vamos a reunir, cuando ellos crean que sea lo mejor llevarnos a él.–


Adrelith no creía en los ancestros, mucho menos en las costumbres y religión de los Ushtar, la gente del norte, pero Varthos quería que su hijo creciera bajo las costumbres que él creció, y ella respetaba la decisión de su amado, aún después de su muerte. Sin embargo, ella tampoco había superado ya la muerte de Varthos.


–Lo lamento Adrelith, tu esposo no sobrevivió al viaje de vuelta y no llevaba conmigo a nadie que tuviera pericia en cuanto a cosas medicinales, y aún cuando un hombre común hubiera muerto después de minutos de tal castigo… Varthos sobrevivió horas, hasta que lo encontré, jamás podré pedirte que me perdones, pues fue mi falta de celeridad al llegar al campo de batalla con los refuerzos la que lo condenó a él y a cientos de bravos soldados.–


Adrelith observó con cierta locura y a la vez cierta rabia a la persona que tenía frente a ella, no distinguía entre amigo o enemigo, en un momento los ojos se le perdieron en el vacío, y atónita no decía nada, ni pensaba nada, sólo estaba ahí inerte, al cabo de unos minutos, su ira y rabia brotaron del corazón cual fénix que vuela con odio hacia el sol.


–¡Desgraciados! ¡Mi Varthos no está muerto! ¡Largo de mi hogar!–



Mientras sollozaba y gritaba eufórica que dejaran de mentir y le dejasen sola y a su amado que ya iban a descansar, Ishtu, hermano mayor de Varthos, la sostenía con firmeza, pues sabía que el amor de ella era tan grande, que preferiría quitarse la vida, antes que vivir sin el amor que llenaba de gozo y felicidad su existencia. La levantó del suelo, procurando no herirla, le tapó la boca con la mano, y caminó hacia la habitación que estaba al lado, ordenó que se encendieran las velas, y la colocó frente a una delicada, pequeña y hermosa cama de madera hecha por el padre de Varthos, como regalo de bodas antes de morir. En ella descansaba tranquilamente un niño, un pequeño de diez primaveras apenas, afable y aún tras el escándalo de su madre, sereno en su sueño. Ishtu soltó a Adrelith, y ella se desplomó en la cama, derramando torrentes de lágrimas, recargada en el regazo de su hermoso hijo. Argodeth tenía una extraña peculiaridad, sus sueños no eran interrumpidos una vez que los párpados se abrazaban, peculiaridad que compartía con su madre.

El héroe guerrero, el campeón del norte, la espada gélida, todos títulos que en un día perdieron el orgullo que infundían en los corazones de su hijo, de su amada, su familia y sus guerreros, todos títulos que en un día se tornaron en leyendas funestas, y en la caída de su hogar, las bestias, pronto moverían el asalto al hogar de los Ushtar, pero ese día nunca llegó, las bestias piel de ceniza, jamás volvieron a ser vistas en los valles nórdicos, y muchos decían, que al final, la profecía era verdad, y había sido la fuerza y valor de Varthos, que había ahuyentado el mal, lejos de las fronteras norteñas.

Los primeros ataques, arrasaron aldeas enteras, en cuestión de minutos, y la noticia viajaba con más celeridad que el viento, nadie sabía quienes eran, todos sabían de su brutalidad, fue entonces, cuando el guardián del norte, Varthos, visitó a los oráculos de Nanthem.


–He venido en busca de consejo, han caído ya siete aldeas de la frontera, todas al cabo de tan sólo dos noches, las noticias avisan que nadie les ve, y sólo viajeros y vagabundos que pasan cerca del poblado, se enteran de la calamidad al ver el humo de destrucción que dejan a su paso, los que sobreviven, lo suficiente para contar, dicen que son más rápidos que un relámpago, y la mayoría de los cuerpos de los guerreros, no son encontrados entre los caídos.–


Los oráculos de Nanthem, eran toda la sabiduría del norte, y presumiblemente del sur también, sacerdotes que meditaban en su templo, eternamente desvelando el porvenir de las cosas, con alto conocimiento en cuanto a la materia astral y natural, y por muy belicosos que los norteños fuesen, jamás marcharían a la guerra, sin antes escuchar de su consejo.


–Guerrero, harías bien en escuchar lo que vamos a revelarte, haz caso omiso de la lluvia que cae, y golpea la tierra mojada, haz oído sordo del viento que cruje fiero en las pútridas ramas que rodean el santuario, un intruso ha invadido la meditación, y nos habló con gracia ”le estoy esperando, en el valle fronterizo” es, a vista clara, un reto, uno del cual se le ve un aura de trampa al enemigo, mas temer no debes, y vacilar el coraje jamás, las runas han sentenciado “La sangre del héroe norteño, librará de mal al padre tierra, el valor, la virtud y el coraje, han de ser su arma, y si ha de vacilar, el filo ancestral, no titubeará en su brazo”.–


Dicho esto, Varthos no dudó, y se encaminó a dar orden de que se reunieran a todos los lobos del norte, a encargarse del armamento… y a despedirse de su familia.


–Por favor, no vayas, tengo un mal presentimiento, no hemos sabido nada de Ishtu, y tienes apenas un hombre, de tres más que debería de haber al lado suyo, amor mío, espera a Ishtu, no vayas allá tú solo.–


–Tú siempre has sido mi ángel, si yo he sido guardián del norte, tú haz sido guardiana de mi corazón, a tu lado jamás vacilé, ni traicioné mi devoción, en los momentos de pesadilla, le llevaste paz a este cansado perro de guerra, y es por eso que no puedo esperar a Ishtu, él me alcanzará, el bruto de mi hermano jamás declina una buena batalla, además si no parto ahora, el enemigo vendrá a buscarme, y no te pondré en peligro ni a ti, ni a Argodeth. Además, los ancianos de Nanthem, jamás han mentido, y siempre aciertan lo que profesan.–


–Pero nunca son claras sus profecías, algo en los árboles me dice que esto no está bien.–


Varthos besó tiernamente a su esposa, y se encaminó a donde estaba el pequeño niño, su hijo al cual amaba con una alegría inmensa.


–¿Vas a la guerra padre? ¿Puedo ir contigo? Te protegeré, mataré muchos monstruos, y jamás nada te pasará.–


–Estoy seguro que sí hijo –le respondió con ternura– pero dime, fuerte cazador ¿quién va a proteger a tu madre? ¿Dime, quién se va a encargar de que mis armas estén pulidas y listas a mi regreso?–


–Sí, pero puedo encargarme de eso cuando regresemos, ¿será como cuando regresamos tras dos días de entrenamiento en la montaña no padre? El pan de trigo de madre es incontables veces más delicioso.–


–Claro que sí, lo es, pero me temo que no puedo llevarte conmigo, eres un cachorro aún, y el campo de batalla no es tu lugar por ahora, cuando naciste hijo mío, todos los bosques y lagos, nubes y montañas susurraron tu nombre, y desde ese día, supe que te convertirías en un gran guerrero algún día, pero hoy hijo mío, no es ese día, y yo tengo que partir, para encargarme de que todos lleguemos a ver ese día.–


Varthos abrazó a su niño fuertemente, se acercó a Adrelith, y la besó de una manera tan gentil, apasionadamente tierna, ella con lágrimas en los ojos, no paraba de decirle a su amado, que no fuera.


–Amor mío, en dos días estaré de regreso, no te preocupes por mi.–


–Tu arrogancia es lo que me preocupa Varthos, tu necedad lo que me tiene intranquila, amor mío el bosque está llorando, ¿no escuchas el llanto? Podemos huir, sabes qué es lo que podemos encontrar si cruzamos el mar.–


–No puedes pedirme que abandone mi patria.–


–Varthos yo abandoné la mía por ti.–


El lobo del norte se arrodilló, levantó una pequeña flor del suelo, la puso en la mano de Adrelith.


–Para cuando el último pétalo caiga, estaré en tus brazos.–


Y así, el héroe guerrero, partió, partió a la guerra.














































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